Hoy vamos a contar una historia de esas que te dejan con ganas de leer el próximo capítulo o ver el siguiente episodio…
Dicen que todo lo que pasa en esta vida es por algo y nosotros somos participes de esa creencia y pensamos ¿Y si hubiera un hilo rojo que predestinara y nos llevara hasta nuestro destino?
Imagina que ese hilo llega hasta un país que ha sido capaz de reinventarse a sí mismo y que gracias a su pueblo ha conseguido una evolución constante.
A pesar de que su transformación y recuperación haya sido rápida, no han perdido la esencia de su cultura milenaria que a día de hoy está muy presente.
En esta narración tendremos dos escenarios, por un lado el Japón tradicional que sigue conservando y siendo fiel a sus antiguas tradiciones. Por otro lado, tendríamos el Japón moderno, dónde el ritmo frenético de sus ciudades no deja indiferente, los neones incandescentes no descansan y el avance tecnológico va a pasos agigantados.
La fusión de ambos mundos se lleva a cabo de una manera tan natural que hace que este destino sea más auténtico aún si cabe.
Pero no hay historia sin protagonistas y por supuesto sin amor.
El protagonista es de esta historia es un pueblo supersticioso, con devoción por sus creencias, respeto y conservación hacia su cultura y veneración por sus antepasados. Un pueblo que se divisa entre montañas y a través de la enorme nube blanca del Monte Fuji deja ver templos, santuarios, jardines zen…y una gran espiritualidad que lo envuelve. Dos son las madres que lo guían: el sintoísmo y el budismo.
Una tierra del Sol Naciente que hará que te quedes prendado de cada rincón, de su contraste, el ritmo de su vida diaria…
Una tierra que hará que tu hilo rojo llegue hasta ese árbol, floreciente y capaz de hacer que ¡Te fusiones con él!
Y dirás, ¿Dónde está la trama de amor?
Pues bien, si has llegado hasta aquí, si has leído una por una estas líneas, es que tú también te has enamorado de este país. Un país capaz de hacerte un hueco en sus pistas de esquí, envolverte en el bullicio de sus calles, servirte un plato de ramen en una de sus izakayas, cobijarte bajo un ryokan y hacer que te sientas uno más en el tradicional descanso sobre un futon.