Hay una Islandia que no aparece en los mapas turísticos ni en las rutas más fotografiadas. Es una Islandia que se revela despacio, casi en susurros, y que se descubre no en los grandes monumentos naturales (que también) sino en la manera en la que te abren la puerta, te ofrecen un café o te explican cómo se vive en este fascinante territorio. Es la Islandia que acoge. La de la vida local. La de los pueblos. Y es también una faceta que transforma a quien viaja.
Porque la cultura rural islandesa es, en cierto modo, el latido más antiguo del país. Antaño, Islandia era una red de pequeñas granjas aisladas, conectadas por historias, animales y estaciones. Y esa manera de habitar la tierra no ha desaparecido. Sigue viva y fuerte. Solo que, ahora, convive con un modo de vida más acelerado. Por eso, en Planes por Duende nos gusta recorrer esa Islandia rural. Y por eso hacemos ese llamamiento a todos nuestros viajeros, para que descubran un país que invita a entrar a su lado más puro.
Granjas y pequeñas comunidades, el corazón de Islandia
Cuando uno se aleja de Reikiavik y avanza por las carreteras, algo empieza a cambiar. El ritmo. El silencio. La sensación de espacio infinito. Y, sobre todo, la presencia de pequeñas comunidades que mantienen intacto un modo de vida que se entiende mejor al vivirlo que al explicarlo. Por eso, las granjas son el alma de esta Islandia rural. Muchas mantienen una autosuficiencia admirable: producen su energía, cultivan lo que pueden, aprovechan el calor geotérmico para invernaderos que desafían al clima… Allí, los días están marcados por el cuidado de los animales, por tareas que siguen un ciclo tan antiguo como la propia isla. Y es precisamente esa naturalidad, ese vivir con lo justo y lo necesario, lo que hace que este entorno se sienta tan auténtico.

En lugares como Skagafjörður, conocido por su tradición ecuestre, o en los valles tranquilos del Este, donde las pequeñas comunidades están muy unidas, descubrirás una Islandia distinta. Una donde impera la calma en el día a día. Las conversaciones giran alrededor del clima, de las ovejas, de la cosecha, de lo que la tierra permite y de lo que la naturaleza impone. Es un ritmo vital que invita a dejarse llevar. Y es ahí donde sucede esa reconfortarle hospitalidad que también caracteriza a las pequeñas comunidades islandesas. Porque la Islandia rural se abre a todo aquel que se acerca de manera sincera.

Tradiciones que resisten al frío
La vida rural islandesa no solo se define por su paisaje, sino por sus costumbres. Tradiciones que nacieron de la necesidad, pero que hoy se mantienen como un recordatorio de la identidad. Una de las más sorprendentes es la de hornear pan en la tierra caliente. En zonas geotérmicas como Laugarvatn, las familias han aprovechado el calor natural del subsuelo durante siglos. Se mezcla la masa, se entierra en un hoyo humeante y se deja hornear lentamente durante horas. El resultado es un pan dulce, denso y calentito. Sentarse a probarlo, recién desenterrado, es una experiencia que sobrepasa lo culinario.

Otra tradición que resiste con fuerza es la del tejido de lana. En las largas noches invernales, tejer no es solo una actividad. Es un refugio. Las famosas ‘lopapeysur’, los jerséis de lana islandeses, son una mezcla de arte, paciencia y utilidad. Cada familia tiene su propio estilo, sus propios motivos y sus historias entrelazadas en los patrones.

Y, después, están los gestos más sencillos. En muchos pueblos del norte o del este, entrar en una pequeña cafetería es encontrarse con vecinos que se saludan por el nombre, con mesas donde la gente se sienta, con ese ambiente que solo existe donde la vida se sostiene en comunidad. Y todas estas tradiciones no se conservan por nostalgia, sino por necesidad emocional. Porque, en la Islandia rural, la cultura es toda una forma de vida.
Dormir en casa ajena para sentirse como en casa
Viajar por la Islandia rural es también dormir bajo techos que tienen mucha historia. Olvídate de los grandes hoteles; la experiencia más auténtica se encuentra en granjas familiares, guesthouses rurales y alojamientos que funcionan como pequeños hogares donde cada detalle está pensado para que te sientas parte del lugar.

Hospedarte en una granja en regiones como Hella, Höfn o los Fiordos del Oeste significa despertarte con el sonido de ovejas y desayunar pan casero y mermeladas hechas con frutos locales. Los anfitriones suelen ser familias que llevan generaciones viviendo allí y que conocen cada piedra del entorno. Ellos te explican rutas que no aparecen en guías, te recomiendan lugares tranquilos para caminar, te cuentan cómo ha cambiado el clima en las últimas décadas o cómo fue crecer aislados durante semanas de tormentas de nieve. Esa hospitalidad natural se refleja también en los espacios comunes. Muchas casas rurales tienen un pequeño salón donde los huéspedes se reúnen por la noche. Se comparte un té, se intercambian anécdotas del viaje y, a veces, se escuchan relatos de todo tipo. Así, dormir en la Islandia rural es una manera de integrarse en la vida local.

Quien viaja por la Islandia rural descubre un país que se relaciona con su entorno desde la humildad. En estos pueblos diminutos, la hospitalidad es una forma de existir. Compartir, ayudar, abrir la puerta… Todo nace de la certeza de que, aquí, la vida es más llevadera cuando se vive en comunidad. Esta Islandia es la que deja una huella profunda en los viajeros. Es la que enseña que la cultura no siempre se expresa en monumentos, sino con los actos y las palabras. Por descontado, viajar a cualquier parte de este destino es sinónimo de descubrir un territorio extraordinario. Sin embargo, viajar a la Islandia rural es descubrir algo aún más valioso. Nada más y nada menos que la humanidad que sostiene ese país. Esa que, incluso en un país de nieve y viento, hace que uno sienta el calor hogareño de quien está en su propia casa.







